Todo sucedió un
día de otoño, en el reino de Andalacía. Era un lugar perfecto donde no se
pasaba hambre y se desconocía la falta de dinero e la infelicidad. Andalacía
contaba con robustos árboles que separaba el castillo del pueblo.
Al mediodía, un
infeliz sirviente de la reina caminaba por el bazar. Él era un hombre pequeño,
gordo y ambicioso. Odiaba a su reina, ya que consideraba que todos los
pueblerinos podían tener más dinero del que él tenía. Por eso tenía un deseo: ser rico y poseer todo el dinero de
la aldea, que los sirvientes hicieran lo que él pedía. Pero lo que deseaba
profundamente, era no escuchar a la odiosa reina.
Todo esto
pensaba, hasta que un brujo lo interceptó en su camino, diciendo:
-Entonces quieres
ser rico, yo puedo hacer que lo
seas.-
Extrañado y un
poco asustado por lo que había escuchado, el sirviente respondió:
– Sí, quiero ser rico. Más que nada en el
mundo, ese es mi deseo.
- Muy bien,
entonces solo tenés que firmar este pequeño papel y tu deseo se hará realidad.
Pero con una condición…
- Haré lo que
quieras, pero solo haceme rico.
El apresurado
sirviente tomó el papel y lo firmó sin saber cuál era la condición que el brujo
pedía. Cuando terminó la última letra, todo desapareció.
El bazar y el brujo ya
no se encontraban y el pequeño sirviente apareció situado en la puerta del
palacio.
Enojado, el
sirviente fue a buscar a su reina para pedirle que ejecutara a ese estafador
brujo. Pero cuando cruzó el umbral de la puerta todos le hacían una reverencia
y una mujer vestida de sirvienta se acercó a él
-¿Desea algo
señor?-
-¿Señor?- Se
preguntó el sirviente, desde cuando le preguntaban si deseaba algo.
Cuando la mujer levantó su rostro el sirviente
la reconoció. Era la reina
El brujo no solo
lo había hecho rico sino que lo había hecho rey de todo el Estado.
Los meses pasaron
y el sirviente, convertido en rey, trató de hacerse cada vez más rico, dejando
a los pobres aldeanos sin un centavo para comer, ya que los impuestos aumentaban
progresivamente.
Hasta que un día,
los guardias del reino trajeron como prisionera a una mujer que no había pagado
los impuestos y adeudaba dos meses. Cuando se la llevaron al rey, él la
reconoció inmediatamente. Era María.
María estaba más
vieja y delgada desde que él la había visto por última vez.
-¡Oh María! El
dinero y el poder me han hecho olvidarme de vos. Pensaba el apenado rey.
De inmediato
ordenó que asistieran a esa extraña mujer y que le avisaran que a partir de ese
día viviría con él.
María, cuando
escuchó esto, se negó
–Prefiero morir que vivir con un miserable
como usted.
El sirviente
dolido y triste, alegó:
– Muy bien, entonces está en libertad
señorita.-
María se retiró y
el sirviente se prometió que volvería a recuperarla de nuevo.
Al día siguiente,
el mensajero del rey tocó dos veces la
puerta y, cuando María abrió, le entregó una canasta llena de comida y una
bolsa llena de oro. María decidió dar la canasta al pueblo, llamándola “la
canasta alimentaria de cada día” y el oro se lo cedió a la iglesia. Así,
mientras pasaban los días, María seguía sin comer.
El mensajero llegó un día, llamó a la puerta varias veces hasta que decidió entrar por sus propios
medios. Al entrar, encontró que María
yacía en el suelo. Sin vida.
El rey se enteró de la triste noticia al mediodía y salió
corriendo al bazar a buscar al brujo. Al encontrarlo, el rey se arrodilló y le suplicó:
- Ya no quiero
ser rico si la mujer que amo no está a mi lado
El brujo,
sorprendido, dijo:
–Condiciones son
condiciones, y usted dijo que me daría lo que sea, bueno pues fue su amor lo
que exigí a cambio.
Dicho esto, el
brujo se fue y el rey tristemente regresó al palacio, lloró toda la noche hasta
que por fin se quedó dormido.
Al despertar, a
la mañana siguiente, él se encontraba en su antiguo cuarto y María estaba
durmiendo a su lado. Contento, abrazó a su mujer y comprendió que el dinero no
se comparaba con el amor que sentía por ella. La jaqueca del hombre pequeño, al
despertar, era el síntoma de una desagradable pesadilla sufrida en esa noche.
A partir de
entonces, sus ambiciones se moderaron y comenzó a tomar consciencia sobre su
condición de sirviente. Con el tiempo comprendió que la riqueza individual no
era la solución ante una monarquía, sino la unión de todos los pobres y
sometidos del reino.
Luciana Godoy- Escuela Normal - 5º4º- -2012 © all rights reserved
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