domingo, 27 de mayo de 2012

LA PRINCESA Y EL GUISANTE


          Aquel   hombre   lo   tenía   todo,   pero   no   dormía   bien.  Su   salud   era   espléndida,   y   aparentemente   nada   le perturbaba, con lo que no sabía el porqué de su malestar mientras dormía.
        
     Como a pesar de haber recibido una educación superior todavía conservaba cierta inteligencia, decidió no consultar con ningún psicólogo o psiquiatra y sentarse a reflexionar en una banqueta.
          
      Nada le faltaba. Incluso cuando tenía que escribir la carta a los Reyes Magos debía esforzarse para imaginar algo que deseara y no tuviera. Aceptaba el paso del tiempo y los achaques con los que cautelosa y paulatinamente este le iba anunciando su progresivo deterioro. E incluso la muerte perdía poco a poco su matiz de espanto. No había razón para no dormir bien. Así que decidió consultar a una bruja.
    
        La bruja lo primero que hizo, como se corresponde en nuestra época, fue sacarle los cuartos. Luego trató de explicar algunas cosas.
     
       - Tus molestias en el sueño sólo se pueden deber a tres razones - le dijo -, o al desplome de la vida, o a las uvas no cogidas, o al guisante en el colchón.
    
       Como la bruja, tras decir estas palabras, se empecinó en guardar silencio nuestro buen hombre, lamentando así por bajinis el dinero que aquello le había costado, volvió a su banqueta a reflexionar.
       
      - No puede ser el desplome de la vida lo que no me deja dormir - se dijo -, ya que se que todo nace, crece, y deleitosamente o no, terminase acabando. Y tampoco creo - y esto lo tuvo que pensar más - que sean las uvas no cogidas lo que me impide descansar en paz. Luego tiene que ser - concluyó - ese asunto del guisante en el colchón.
      
        A la mañana siguiente volvió a repasar las pistas de la bruja. Metió en un saco todo aquello del "desplome de la vida" y lo tiró con decisión a un contenedor de basura. Se enfrentó con lo de "las uvas no cogidas" y desfiló ante él toda una suerte de ocasiones negadas, unas mujeres deseadas con las que nunca disfrutó, países que no visitó, conocimientos a los que no tuvo acceso, y encrucijadas, al fin, en las que eligió un camino y no el otro. Determinó que ese no podía ser el problema por el que no podía dormir bien y pasó a la última insinuación de la bruja: "el guisante en el colchón".
        
       Púsose entonces a buscar ese guisante. Abrió su mente a los recuerdos de la infancia y recordó los olores de cuando  era  pequeño.  Visitó  renovado  y  viejo  a  los   terrores  de  la   adolescencia   y  desplegó  toda  su   capacidad  de evocar   el   pasado.   Luego,   un   tanto   frenético,   se   puso  abrir   aquellos   cajones   clausurados   en   los   que   guardaba simplemente cosas. Encontró mechones de cabello, postales, reglas rotas, corchos de champán, navajas oxidadas, mecheros de gasolina, amuletos y cartas de amor. Allí no estaba el guisante que le impedía dormir plácidamente.
         
         Así que se aprestó a vivir con su mal sueño olvidando a la bruja y a sus insinuaciones. Pasaron los años, el tiempo transcurría transformándonos a todos en algo distinto, y una mañana nuestro personaje tomó un viejo libro de poemas salvado del contenedor de basura. Cayó de entre sus páginas una hoja amarillenta recortada de un periódico en la que sobre una foto sobrecogedora se leía: "cien mil personas agonizan diariamente de hambre en el mundo por una mala distribución de los alimentos"

Cuento original de Hans Christian Andersen adaptado para el aprendizaje económico por David Anisi Copyright 1999 © Todos los derechos reservados.


sábado, 19 de mayo de 2012

El Carpintero

Orlando Goicoechea reconoce las maderas por el olor, de qué árboles vienen, qué edad tienen, y oliéndolas sabe si fueron cortadas a tiempo o a destiempo y les adivina los posibles contratiempos.

El es carpintero desde que hacía sus propios juguetes en la azotea de su casa del barrio de Cayo Hueso. Nunca tuvo máquinas ni ayudantes. A mano hace todo lo que hace, y de su mano nacen los mejores muebles de La Habana: mesas para comer celebrando, camas y sillas que te da pena levantarte, armarios donde a la ropa le gusta quedarse.

Orlando trabaja desde el amanecer. Y cuando el sol se va de la azotea, se encierra y enciende el video. Al cabo de tantos años de trabajo, Orlando se ha dado el lujo de comprarse un video, y ve una película tras otra.

­No sabía que eras loco por el cine ­le dice un vecino.

Y Orlando le explica que no, que a él el cine ni le va ni le viene, pero gracias al video puede detener las películas para estudiar los muebles.

Eduardo Galeano  Copyright 2011 © all rights reserved


viernes, 18 de mayo de 2012

El traje nuevo del emperador




            Aquel   monarca   llevaba   varios   años   con   una   china   en   el   zapato.   Su   reinado   no   iba   del   todo   mal,   pero bondadoso como era, no dejaba de preocuparse de la suerte de una buena parte de sus súbditos afectados desde hacía bastante tiempo por una desdicha: el desempleo.

            Por ello, cuando le anunciaron la llegada a la corte de dos sabios procedentes de la reputada Universidad de Chinchanflún con el deseo de explicar al monarca, en una audiencia privada, las nuevas teorías sobre el paro, se llevó una gran alegría.

            Los   pretendidos   sabios   eran   en   realidad   dos   grandes   sinvergüenzas   que   amparándose   en   el   nombre   de aquella famosa universidad de allende de los mares, trataban de rentabilizar su azarosa estancia en aquellas latitudes aprovechándose   del   papanatismo   dominante   en   su   patria   original.   Tontos,   claro   está,   no   eran,   y   su   dominio   del idioma   del   País   Maravilloso,   donde   tenía   su   sede   la   Universidad   de   Chinchanflún,   así   como   su   facilidad   para aprender expresiones ininteligibles y sofisticadas técnicas estadísticas y matemáticas, les capacitaban sobradamente para ejercer su papel de embaucadores.

            Aunque   la   dignidad   de   la   realeza   le   impelía   a   mostrarse   siempre   a   sus   súbditos   bajo   el   manto   de   la impasibilidad, nuestro monarca se puso a preparar la audiencia con auténtico fervor. Repasó los manuales que tuvo que estudiar durante su educación de Príncipe, mandó llamar en el mayor secreto a un viejo profesor para repasar y actualizar algunos conceptos, e invitó a la audiencia a los más renombrados catedráticos de las universidades de sus dominios.

            Y   por   fin  llegó  el  día   tan  esperado.    Los   catedráticos     del   Reino,    expertos    en   desempleo,     llegaron lujosamente ataviados y acompañados de los instrumentos propios de su condición, tales como libros de conjuros, amuletos de encontrar trabajo, frascos conteniendo espíritu competitivo, hierbas de sumisión, medicinas amargas de reducciones salariales, y múltiples varillas de flexibilización. Los dos sabios de la Universidad de Chinchanflún se habían presentado con anterioridad por recomendación del Jefe de Protocolo a fin de poder instalar en el salón del trono   los   artilugios   necesarios   para   su   exposición,   tales  como   ordenadores   personales   conectados   a   pantallas   de vídeo, proyectores de transparencias, y, como una concesión a la tradición, una clásica pizarra.

            Pasaron  los  catedráticos  al  salón  del  trono  y  fueron presentados  a  los  conferenciantes.  Contrastaban  los vestidos de unos y otros: los catedráticos de las tierras del Rey lucían bonetes en las cabezas, y sobre sus togas negras orladas de puñetas reposaban insignias y collares correspondientes a su dignidad. Los procedentes del País Maravilloso eran en cambio una explosión de color en sus diferentes atuendos, que sólo coincidían en cuanto a las pajaritas que ambos llevaban al cuello a modo de corbata y en el evidente uso de tirantes por parte de los dos. Los catedráticos   saludaron   con   una   leve   inclinación   de   cabeza   y   los   sabios   invitados  les   correspondieron   con   una exhibición de sus blanquísimos dientes en una sonrisa que ya no les abandonó.

            Llegó el rey y dio comienzo la audiencia. El propio monarca agradeció la presencia de todos los invitados y resaltó   el   orgullo   que   le  embargaba   al   comprobar   como  dos   de   sus   súbditos,   con   su   esfuerzo   y   mérito,   habían aprovechado tanto el tiempo en la gran universidad de más allá de los mares, que volvían como sabios dispuestos a solucionar el problema del desempleo que tanto preocupaba. Y sin más les cedió la palabra.

          - Majestad, venerables catedráticos - dijo el primero de los pícaros - venimos en verdad a solucionar ese problema, pues tras años de profundo estudio y trabajo duro en la universidad que nos acogió, podemos afirmar sin lugar a dudas que el desempleo no existe.

          -Pero   antes   de   la   demostración   -   dijo   el   segundo   de   ellos   -   solicito   de   vuestra   benevolencia   que   nos permitáis expresarnos en el idioma del País Maravilloso, ya que, aunque nacidos en estas tierras y sólo ausente de ellas breves años, tendríamos cierta dificultad para expresar en nuestro idioma algunas sutilezas de nuestro discurso.

            El rey dominaba, dada su exquisita educación, el lenguaje del País Maravilloso, algunos de los catedráticos lo entendían a medias y el resto no estaba dispuesto a reconocer su desconocimiento, con lo que, con la venia de su majestad, los dos mercachifles se aprestaron a vender su dudosa mercancía en aquel idioma.
 
            Pero tampoco eran necesarias dotes de políglota para entender, o mejor no entender, lo que a continuación, y durante una hora, los dos individuos expusieron. Proyecciones, simulaciones de ordenador, algoritmos y símbolos, se sucedían sin tregua con referencias continuas a trabajos de otros reputados sabios cuyos nombres oían por vez primera los asistentes, demostraciones matemáticas, conjeturas, refutaciones y evidencia empírica en una autentica representación abrumadora de sabiduría; y así hasta llegar a la conclusión profetizada: el desempleo no existe.

            El rey no había entendido nada de  lo que allí  se había dicho, e incluso intuía que  tal vez  le  estuviesen tomando el pelo, pero no quería quedar como tonto y así, al finalizar la exposición reconoció que lo dicho era "muy interesante".

            Los catedráticos sabían con total certidumbre que aquello era una burla de tanta profundidad, al menos, como   de   las   que   ellos   vivían.   Pero   dada   la   actitud   del  soberano   se   deshicieron   en   halagos   ante   la   exposición   y ponderaron con gravedad las conclusiones.

            -   ¿Y   qué   podemos   hacer   para   que   estas   sabidurías   -   preguntó   el   rey   a   los   timadores   -   se   divulguen adecuadamente en nuestro reino?

            Y ellos mostraron inmediatamente un presupuesto de gastos que tenían preparado con anterioridad. Al buen rey le pareció una barbaridad lo que se pedía por divulgar aquello que no entendía, pero como ni quería quedar como ignorante, ni como cicatero con la ciencia, lo aprobó. Los venerables catedráticos, que veían la posibilidad de sacar tajada en la maniobra, alabaron la decisión del monarca. Y así los parados dejaron de existir en aquel reino.

            Los   únicos   que   no   se   creyeron   su   desaparición   fueron   los   que   estaban,   seguían   y   siguieron   estando desempleados. Pero eran personas de pocas luces que no entendían la Gran Ciencia, y a casi nadie le importó mucho.


David Anisi 1999 © all rights reserved

El valor de las cosas


    “Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?”

    El maestro, sin mirarlo, le dijo:

    -Cuánto lo siento muchacho, no puedo ayudarte, debo resolver primero mi propio problema. Quizás después…- y haciendo una pausa agregó: Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar.
    -E…encantado, maestro -titubeó el joven pero sintió que otra vez era desvalorizado y sus necesidades postergadas.
    -Bien-asintió el maestro.

    Se quitó un anillo que llevaba en el dedo pequeño de la mano izquierda y dándoselo al muchacho, agregó- toma el caballo que está allí afuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de oro. Vete ya y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.

    El joven tomó el anillo y partió.

    Apenas llegó, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Estos lo miraban con algún interés, hasta que el joven decía lo que pretendía por el anillo.
    Cuando el joven mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le daban vuelta la cara y sólo un viejito fue tan amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para entregarla a cambio de un anillo. En afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro, y rechazó la oferta.
    Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba en el mercado -más de cien personas- y abatido por su fracaso, monto su caballo y regresó.

    Cuánto hubiera deseado el joven tener él mismo esa moneda de oro. Podría entonces habérsela entregado al maestro para liberarlo de su preocupación y recibir entonces su consejo y ayuda.

    Entró en la habitación.

    -Maestro -dijo- lo siento, no es posible conseguir lo que me pediste. Quizás pudiera conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.
    -Qué importante lo que dijiste, joven amigo -contestó sonriente el maestro-. Debemos saber primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar y vete al joyero. ¿Quién mejor que él, para saberlo? Dile que quisieras vender el anillo y pregúntale cuanto te da por él. Pero no importa lo que te ofrezca, no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.

    El joven volvió a cabalgar.

    El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo:
    -Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya, no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo.
    -¡¿58 monedas?!-exclamó el joven.
    -Sí -replicó el joyero- Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de 70 monedas, pero no sé… si la venta es urgente…

    El Joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.

    -Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo-. Tú eres como este anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?

    Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño de su mano izquierda.

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