Todo comenzó una noche de
lluvia, el cielo estaba repleto de nubes grises. Los truenos sonaban como el
estallar de una bomba y los relámpagos iluminaban mi choza de manera tal que se
me cegaban los ojos. Los efectos de la redistribución estatal para con los más
humildes aún no llegaba a la puerta de mi morada. La inclemencia y la vulnerabilidad social y
económica me azotaban tanto o más que este temporal.
El viento se tornaba cada vez más fuerte. Soplaba tanto que las chapas se estremecían como mi alma sabiendo que no podía evitar lo inevitable. Desde niño creí que mi pobreza era un designio inevitable, un destino fatalista del positivismo más extremo del cual no podría escapar como no podía hacerlo de este frío que empañaba los vidrios de la pequeña ventana haciendo imposible mi vista al triste paisaje.
Mi
choza estaba ubicada al pie de las montañas, rodeada de árboles cuyas ramas
rozaban sin cesar mi humilde construcción. La lluvia era cada vez más intensa y
la inundación comenzaba a aparecer.
El agua entraba por mi puerta y por cada
rincón de las chapas que apenas se podían mantener. Lo poco que tenía fue perdiendo su equilibrio,
la corriente con barro arrastró todo lo que tenía, mi pequeño y sencillo hogar.
Pasado el aluvión pensaba en cuántas cosas habían perdido el equilibrio en este
planeta, y de qué manera la balanza se seguía inclinando en favor de los que
más tenían en detrimento de nosotros, los humildes y sin oportunidades.
Ya
no había nada que hacer. Mi nuevo techo eran el sol, la luna y las estrellas.
Debía enfrentar al frio, el calor, la sed y el hambre.
En
esos días de frío mi cuerpo se entumecía hasta llegar a lo profundo de mis
huesos. Mis dientes chocaban entre sí tantas veces de tal manera que hacían un
sonido insoportable.
En
los días de calor, los rayos del sol penetraban en mi descuidada piel
provocándome un dolor enorme. Extrañaba tanto mi choza, que llegaba a alucinar
estar en ella. No era una solución habitacional pero era mi hábitat, y en ella
estaba reflejada mi identidad.
La
gente afortunada que contaba con techo y recursos para satisfacer sus
necesidades me ignoraba. Sus ojos me esquivaban como si yo fuera un objeto más
de la ciudad o un peligro debido a los andrajos que hacían las veces de mi
distinguida indumentaria.
Viví
y aprendí muchas cosas en la calle, conocí gente que pasaba por mi misma
situación y la resolvían robando a otras personas. Ni siquiera eso valoraron de
mí. A pesar de mi triste situación tenía mis principios, fui fuerte y nunca caí
en la tentación de querer robar.
Cada
día luchaba para llenarme un poco el vientre. ¿Quién se acordaba del principio
de la reproducción ampliada de la vida? ¿Es que sólo era parte del discurso de
un profesor? ¿O el mero contenido de un librito de economía social? Lo que yo
conseguía y consumía como comida, quizás era basura para otra gente. Metía mis
manos en ella sin importar lo que dijeran los que miraban. Yo solamente buscaba
algo para calmar mi inmensa fatiga y el hambre voraz que sentía. Así, de esa
manera precaria y primitiva lograba mi
supervivencia.
En
unos de esos días en los que mis travesías para conseguir alimento eran
eternas, me encontré un maletín. Era grande, de color negro y muy pesado. Miré
a mis alrededores y la gente pasaba como si nada importara. Me fui lejos de
ellos, a una plaza cercana del lugar. Mis ojos brillaban y mi corazón latía
cada vez más fuerte, pensando en lo que podría tener ese misterioso maletín. La
curiosidad me mataba y el cierre de este maletín brillaba atractivamente.
Me
decidí por abrirlo, al ver lo que tenía dentro, quedé en estado de shock. Mi
mente quedó en blanco y mi corazón latía tan fuerte que golpeaba mi pecho sin
cesar. Era dinero. Más dinero del que jamás había visto en mi corta vida. En
ese momento mi cabeza empezó a pensar. Me imaginaba en una casa hermosa, con
baño, una heladera llena de verdadera comida, un cuarto con una formidable cama
y un placar lleno de ropa y abrigos muy bonitos.
Pero no era mío. Y si algo no
había podido robarme el injusto sistema en el que vivía eran mi dignidad y mis
valores.
Todo
lo que había imaginado se desmoronó como mi querida choza pero lejos de
sentirme con la moral baja, con la frente en alto me dirigí en búsqueda del
descuidado dueño de tanto dinero. Debía ubicar a quien seguramente estaba muy
preocupado por lo que había extraviado.
Emprendí
mi viaje en busca de quien había perdido ese tesoro, no me resultó muy difícil
encontrarlo. A pocas cuadras de la plaza había un señor de traje, muy bien
vestido que parecía un empresario. Se lo veía
muy nervioso preguntando por el maletín que yo me había encontrado. Me
acerqué y se lo devolví.
Yo,
decidido a seguir con mi triste vida, comencé mi viaje diario en busca de
comida y de repente oí un grito diciendo: ¡Espere, hombre! Me di vuelta y ahí
estaba el señor al que le había entregado el maletín. Se acercó a mí y me miró
a los ojos. Casi sentí su alma observando a la mía, sus ojos se llenaron de
lágrimas, largó una sonrisa y me abrazó diciendo: ¡Gracias, muchísimas gracias,
mendigo! Te voy a recompensar…
Jamás
podría suponer el cambio que ocurriría en mi vida a partir de ese momento. Me
fui con el hombre del maletín. Él era el dueño de una gran fábrica de pastas.
Comenzó a capacitarme para trabajar en ese gran edificio donde cientos de
hombres trabajaban. El hambre comenzó a desaparecer ya que tenía la opción de
que todas las mañanas almorzara junto a Henry, el hombre del maletín, el plato
de la pasta que se me antojara. Las interminables e incómodas noches de frío se
terminaron, ya que con mi trabajo conseguí una cómoda habitación a pocas cuadras
de la fábrica.
Esta
historia me dejó una gran enseñanza de vida. Aprendí que aunque esté en
situaciones críticas, nunca debo perder mis valores. También sé que toda mi
vida tuve una gran riqueza, ella no es material sino que se encuentra dentro de
mí.
Sebastián Sosa-Escuela Normal - 5º4º- -2012 © all rights reserved
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