viernes, 18 de mayo de 2012

El traje nuevo del emperador




            Aquel   monarca   llevaba   varios   años   con   una   china   en   el   zapato.   Su   reinado   no   iba   del   todo   mal,   pero bondadoso como era, no dejaba de preocuparse de la suerte de una buena parte de sus súbditos afectados desde hacía bastante tiempo por una desdicha: el desempleo.

            Por ello, cuando le anunciaron la llegada a la corte de dos sabios procedentes de la reputada Universidad de Chinchanflún con el deseo de explicar al monarca, en una audiencia privada, las nuevas teorías sobre el paro, se llevó una gran alegría.

            Los   pretendidos   sabios   eran   en   realidad   dos   grandes   sinvergüenzas   que   amparándose   en   el   nombre   de aquella famosa universidad de allende de los mares, trataban de rentabilizar su azarosa estancia en aquellas latitudes aprovechándose   del   papanatismo   dominante   en   su   patria   original.   Tontos,   claro   está,   no   eran,   y   su   dominio   del idioma   del   País   Maravilloso,   donde   tenía   su   sede   la   Universidad   de   Chinchanflún,   así   como   su   facilidad   para aprender expresiones ininteligibles y sofisticadas técnicas estadísticas y matemáticas, les capacitaban sobradamente para ejercer su papel de embaucadores.

            Aunque   la   dignidad   de   la   realeza   le   impelía   a   mostrarse   siempre   a   sus   súbditos   bajo   el   manto   de   la impasibilidad, nuestro monarca se puso a preparar la audiencia con auténtico fervor. Repasó los manuales que tuvo que estudiar durante su educación de Príncipe, mandó llamar en el mayor secreto a un viejo profesor para repasar y actualizar algunos conceptos, e invitó a la audiencia a los más renombrados catedráticos de las universidades de sus dominios.

            Y   por   fin  llegó  el  día   tan  esperado.    Los   catedráticos     del   Reino,    expertos    en   desempleo,     llegaron lujosamente ataviados y acompañados de los instrumentos propios de su condición, tales como libros de conjuros, amuletos de encontrar trabajo, frascos conteniendo espíritu competitivo, hierbas de sumisión, medicinas amargas de reducciones salariales, y múltiples varillas de flexibilización. Los dos sabios de la Universidad de Chinchanflún se habían presentado con anterioridad por recomendación del Jefe de Protocolo a fin de poder instalar en el salón del trono   los   artilugios   necesarios   para   su   exposición,   tales  como   ordenadores   personales   conectados   a   pantallas   de vídeo, proyectores de transparencias, y, como una concesión a la tradición, una clásica pizarra.

            Pasaron  los  catedráticos  al  salón  del  trono  y  fueron presentados  a  los  conferenciantes.  Contrastaban  los vestidos de unos y otros: los catedráticos de las tierras del Rey lucían bonetes en las cabezas, y sobre sus togas negras orladas de puñetas reposaban insignias y collares correspondientes a su dignidad. Los procedentes del País Maravilloso eran en cambio una explosión de color en sus diferentes atuendos, que sólo coincidían en cuanto a las pajaritas que ambos llevaban al cuello a modo de corbata y en el evidente uso de tirantes por parte de los dos. Los catedráticos   saludaron   con   una   leve   inclinación   de   cabeza   y   los   sabios   invitados  les   correspondieron   con   una exhibición de sus blanquísimos dientes en una sonrisa que ya no les abandonó.

            Llegó el rey y dio comienzo la audiencia. El propio monarca agradeció la presencia de todos los invitados y resaltó   el   orgullo   que   le  embargaba   al   comprobar   como  dos   de   sus   súbditos,   con   su   esfuerzo   y   mérito,   habían aprovechado tanto el tiempo en la gran universidad de más allá de los mares, que volvían como sabios dispuestos a solucionar el problema del desempleo que tanto preocupaba. Y sin más les cedió la palabra.

          - Majestad, venerables catedráticos - dijo el primero de los pícaros - venimos en verdad a solucionar ese problema, pues tras años de profundo estudio y trabajo duro en la universidad que nos acogió, podemos afirmar sin lugar a dudas que el desempleo no existe.

          -Pero   antes   de   la   demostración   -   dijo   el   segundo   de   ellos   -   solicito   de   vuestra   benevolencia   que   nos permitáis expresarnos en el idioma del País Maravilloso, ya que, aunque nacidos en estas tierras y sólo ausente de ellas breves años, tendríamos cierta dificultad para expresar en nuestro idioma algunas sutilezas de nuestro discurso.

            El rey dominaba, dada su exquisita educación, el lenguaje del País Maravilloso, algunos de los catedráticos lo entendían a medias y el resto no estaba dispuesto a reconocer su desconocimiento, con lo que, con la venia de su majestad, los dos mercachifles se aprestaron a vender su dudosa mercancía en aquel idioma.
 
            Pero tampoco eran necesarias dotes de políglota para entender, o mejor no entender, lo que a continuación, y durante una hora, los dos individuos expusieron. Proyecciones, simulaciones de ordenador, algoritmos y símbolos, se sucedían sin tregua con referencias continuas a trabajos de otros reputados sabios cuyos nombres oían por vez primera los asistentes, demostraciones matemáticas, conjeturas, refutaciones y evidencia empírica en una autentica representación abrumadora de sabiduría; y así hasta llegar a la conclusión profetizada: el desempleo no existe.

            El rey no había entendido nada de  lo que allí  se había dicho, e incluso intuía que  tal vez  le  estuviesen tomando el pelo, pero no quería quedar como tonto y así, al finalizar la exposición reconoció que lo dicho era "muy interesante".

            Los catedráticos sabían con total certidumbre que aquello era una burla de tanta profundidad, al menos, como   de   las   que   ellos   vivían.   Pero   dada   la   actitud   del  soberano   se   deshicieron   en   halagos   ante   la   exposición   y ponderaron con gravedad las conclusiones.

            -   ¿Y   qué   podemos   hacer   para   que   estas   sabidurías   -   preguntó   el   rey   a   los   timadores   -   se   divulguen adecuadamente en nuestro reino?

            Y ellos mostraron inmediatamente un presupuesto de gastos que tenían preparado con anterioridad. Al buen rey le pareció una barbaridad lo que se pedía por divulgar aquello que no entendía, pero como ni quería quedar como ignorante, ni como cicatero con la ciencia, lo aprobó. Los venerables catedráticos, que veían la posibilidad de sacar tajada en la maniobra, alabaron la decisión del monarca. Y así los parados dejaron de existir en aquel reino.

            Los   únicos   que   no   se   creyeron   su   desaparición   fueron   los   que   estaban,   seguían   y   siguieron   estando desempleados. Pero eran personas de pocas luces que no entendían la Gran Ciencia, y a casi nadie le importó mucho.


David Anisi 1999 © all rights reserved

No hay comentarios:

Publicar un comentario